Antagonismo y estética relacional

Claire Bishop

El juicio estético. 

A quien conozca el ensayo de Althusser Ideología y aparatos ideológicos de Estado, de 1969, le resultará familiar la idea de que las formaciones sociales producen relaciones humanas. La defensa que hace Nicolas Bourriaud de la estética relacional le debe bastante a la idea althusseriana de que la cultura –en tanto “aparato ideológico de Estado”– no refleja sino que produce la sociedad. Tal como fue leído en los setenta por artistas feministas y críticos de cine, el ensayo de Althusser hizo posible una expresión más matizada de lo político en el arte.
Como ha señalado Lucy Lippard, buena parte del arte de fines de los sesenta aspiró a democratizar sus alcances, más a través de la forma que del contenido; el agudo ensayo de Althusser sentó las bases para el reconocimiento de la necesidad de refinar una crítica de las instituciones que hasta entonces sólo las burlaba. No bastaba con mostrar que el sentido de una obra está subordinado al marco (sea en un museo o en una revista) sino que era igualmente importante considerar la identificación del propio espectador con la imagen. Rosalyn Deutsche resume bien este cambio de perspectiva en Evictions: Art and Spatial Politics [Desalojos: arte y políticas del espacio] (1966)cuando compara a Hans Haacke con la generación siguiente de artistas que incluye a Cindy Sherman, Barbara Kruger y Sherrie Levine. La obra de Haacke, escribe Deutsche, “invitaba a los espectadores a descifrar relaciones y a hallar contenidos ya inscriptos en las imágenes, pero no les pedía que examinaran su propio papel y participación en la producción de las imágenes”. En cambio, la generación siguiente de artistas “consideraba la imagen misma como una relación social y al espectador como un sujeto construido por el objeto del que hasta entonces alegaba estar separado”.
Volveré más tarde al concepto de identificación que menciona Deutsche. Por el momento, es preciso señalar que hay sólo un paso entre pensar la imagen como una relación social y pensar, como propone Bourriaud, que la estructura de una obra de arte produce una relación social. Aun así, no es fácil identificar la estructura de una obra de arte relacional, precisamente porque la obra pide que se la considere como abierta. El problema se agrava porque el arte relacional es una ramificación del arte de instalación, una forma que desde sus inicios exigió la presencia literal del espectador. A diferencia de la generación de artistas de Public Vision”,cuyos logros –sobre todo en el campo de la fotografía– la ortodoxia de la historia del arte asimiló sin mayor problema, el arte de instalación ha sido a menudo descalificado como una forma más del espectáculo posmoderno. Para algunos críticos, especialmente para Rosalind Krauss, la instalación, en su diversidad de medios, queda divorciada de la tradición de los medios específicos y, por lo tanto, carece de convenciones inherentes a las que oponerse con una práctica autorreflexiva, así como de criterios con los que evaluar sus logros. Sin una noción de la instalación como medio, la obra no puede alcanzar el santo grial de la crítica autorreflexiva. He sugerido en otro lugar que la presencia del espectador bien podría ser una manera de identificar el arte de instalación como medio, pero Bourriaud cuestiona esa afirmación cuando postula que los criterios que debemos usar para evaluar las obras de arte abiertas y participativas no sólo son estéticos, sino también políticos e incluso éticos: es necesario juzgar las “relaciones” que produce el arte relacional.
Bourriaud sugiere que, ante una obra de arte relacional, nos hagamos las siguientes preguntas: “¿Me permite entrar en diálogo? ¿Puedo existir en el espacio que define? ¿De qué manera?”. Llama a estas preguntas que deberíamos hacernos frente a cualquier producción estética “criterios de coexistencia”. En teoría, frente a cualquier obra de arte, podríamos preguntarnos qué clase de modelo social produce. ¿Podría yo vivir en un mundo estructurado según los principios organizadores de una pintura de Mondrian?, por ejemplo. O bien, ¿qué “formación social” produce un objeto surrealista? El problema que surge de la noción de “estructura” de Bourriaud es que establece una relación errática con el tema explícito de la obra o su contenido. Podríamos, por ejemplo, preguntarnos qué valoramos en los objetos surrealistas. ¿Lo que cuenta es que reciclan artículos obsoletos, o el hecho de que su imaginería y sus desconcertantes yuxtaposiciones exploran los deseos y angustias inconscientes de sus creadores? Responder esas preguntas es aún más difícil en el caso de la estética relacional y su híbrido de instalaciones y performances, tan fuertemente apoyado en el contexto y en el compromiso literal del espectador. Para Bourriaud es menos importantequé, cómo para quién cocina Rirkrit Tiravanija en sus performances-instalaciones, por ejemplo, que el hecho de que distribuya gratuitamente lo que cocina. Lo mismo podría plantearse respecto de las carteleras con anuncios que Liam Gillick incluye en sus obras: Bourriaud no analiza los textos y las imágenes de los recortes fijados en las carteleras, ni la disposición formal y la yuxtaposición de los fragmentos, sino la democratización del material y el formato flexible de la obra. (El dueño del tablero tiene la libertad de modificar la variedad de elementos en cualquier momento, de acuerdo con la circunstancia y sus gustos personales.) Para Bourriaud, la estructura es el tema y, en este sentido, es mucho más formalista de lo que admite. Desligadas de su intencionalidad artística y de la consideración del contexto más amplio en que operan, las obras de arte relacional se vuelven, como las carteleras de Gillick, apenas “un retrato extremadamente cambiante de la heterogeneidad de la vida cotidiana” y no examinan su relación con ella. En otras palabras, aunque las obras se proclaman subordinadas al contexto, no cuestionan su imbricación en él. Se acepta la estructura “democrática” de las carteleras de Gillick, pero sólo los dueños pueden modificar su disposición. Como el “Group Material” de los ochenta, deberíamos preguntarnos: “¿Quién es el público? ¿Cómo se hace una cultura y para quién?”.
No estoy pidiéndole al arte relacional que estimule una mayor conciencia social mediante obras que, por ejemplo, incluyan carteleras con recortes sobre el terrorismo internacional u ofrezcan curries gratis a refugiados. Simplemente me pregunto cómo decidir en qué consiste la “estructura” de una obra de arte relacional y si la estructura es tan separable del tema manifiesto de la obra o tan permeable a su contexto. Bourriaud quiere equiparar el juicio estético con el juicio ético político de las relaciones que produce una obra de arte. Pero ¿cómo medir o comparar esas relaciones? Nunca se examina o se cuestiona la cualidad de las relaciones de la “estética relacional”. Cuando Bourriaud afirma que “los encuentros son más importantes que los individuos que los protagonizan”, intuyo que la pregunta anterior le resulta innecesaria; toda relación que permite el “diálogo” se asume automáticamente como democrática y, por lo tanto, positiva. Pero, ¿cuál es el verdadero significado de “democracia” en este contexto? Si el arte relacional produce relaciones humanas, la pregunta lógica que sigue es qué tipo de relaciones se producen, para quién y por qué.

Antagonismo. 
Rosalyn Deutsche sostiene que la esfera pública sólo puede conservar su carácter democrático en la medida en que se consideren las exclusiones naturalizadas y se las abra a la contestación: “El conflicto, la división y la inestabilidad no dañan por lo tanto la esfera pública democrática; son condiciones de su existencia”. Deutsche se hace eco de lo que postulan Ernesto Laclau y Chantal Mouffe en Hegemonía y estrategia socialista. Hacia una radicalización de la democracia (1985), una de las primeras relecturas de la teoría política de izquierda a través del prisma del postestructuralismo, después de la impasse de la teoría marxista que los autores señalan en los años setenta. Laclau y Mouffe releen a Marx a través de la teoría gramsciana de la hegemonía y la concepción lacaniana de la subjetividad escindida y descentrada. Muchas de las ideas allí postuladas permiten repensar desde una perspectiva más crítica las afirmaciones de Bourriaud acerca de la política de la estética relacional.
La primera de estas ideas es el concepto de antagonismo. Laclau y Mouffe sostienen que una sociedad democrática en pleno funcionamiento no es aquella en que ha desaparecido el antagonismo, sino aquella en que las nuevas fronteras políticas se trazan y se debaten permanentemente. En otras palabras, una sociedad democrática es aquella en que se mantienen –en lugar de borrarse– las relaciones de conflicto. Sin antagonismo sólo existe el consenso impuesto propio del orden autoritario, una supresión total del debate y la discusión, nociva para la democracia. Es importante remarcar que Laclau y Mouffe no entienden el antagonismo como una aceptación pesimista del callejón sin salida de la política; el antagonismo no implica “la expulsión de la utopía del campo de lo político”. Por el contrario, los autores aseguran que sin el concepto de utopía no hay imaginario radical posible. La tarea consiste en equilibrar la tensión entre el ideal imaginario y la administración pragmática de una positividad social sin caer en el totalitarismo.
Esta interpretación del antagonismo se funda en la teoría de la subjetividad que elaboraron Laclau y Mouffe. Siguiendo a Lacan, sostienen que la subjetividad no es una presencia pura, transparente y racional, sino irremediablemente descentrada e incompleta. Ahora bien, ¿el concepto de un sujeto descentrado entra necesariamente en conflicto con la idea de acción política? El “descentramiento” del sujeto implica la ausencia de un sujeto unificado, mientras que “acción” supone un sujeto autónomo, de presencia plena, con voluntad política y autodeterminación. Pero Laclau sostiene que este conflicto es falso, ya que el sujeto no está ni totalmente descentrado (lo que implicaría una psicosis) ni totalmente unificado (como un sujeto absoluto). Siguiendo una vez más a Lacan, afirma que nuestra identidad estructural esfallida y en consecuencia depende de la identificación para proceder. Dado que la subjetividades precisamente este proceso de identificación, somos por fuerza entidades incompletas. Por lo tanto, el antagonismo es la relación que se establece entre esas entidades incompletas. Laclau lo contrapone a las relaciones entre entidades completas, como la contradicción (A-no A) o la “diferencia real” (A-B).Todos profesamos creencias contradictorias (hay materialistas que leen horóscopos, por ejemplo, y psicoanalistas que envían tarjetas navideñas), pero esto no genera antagonismo. La “diferencia real” (A-B) tampoco equivale al antagonismo: dado que atañe a identidades completas, lleva a una colisión, como un choque de automóviles o la “guerra contra el terrorismo”. En el caso del antagonismo, sostienen Laclau y Mouffe, “nos enfrentamos a una situación diferente: la presencia del ‘Otro’ me impide ser totalmente yo mismo. La relación no surge de totalidades completas, sino de la imposibilidad de que las totalidades completas se constituyan”. En otras palabras, la presencia de lo que no soy “yo” vuelve precaria y vulnerable mi identidad; la amenaza que el otro representa pone en cuestión mi propio sentido de identidad. Llevado al plano social, el antagonismo puede verse como el límite de la capacidad de una sociedad para constituirse completamente como tal. Buscandodefinir lo social (y la identidad), aquello que está en su límite también destruye su ambición de constituirse en presencia plena: “En tanto condiciones de posibilidad para la existencia de una democracia pluralista, los conflictos y los antagonismos constituyen al mismo tiempo la condición de imposibilidad de su logro definitivo” (Mouffe, 1998).
La teoría de Laclau me permite proponer que las relaciones que la estética relacional establece no son, como afirma Bourriaud, intrínsecamente democráticas, puesto que descansan con demasiada comodidad en los ideales de la subjetividad como un todo y de la comunidad como un inmanente “estar juntos”. No cabe duda de que hay debate y diálogo en las obras culinarias de Rirkrit Tiravanija, pero no hay fricción inherente, en tanto la situación es, tal como la llama Bourriaud, “microtópica”: produce una comunidad cuyos miembros se identifican unos con otros porque tienen algo en común. La única crónica sustancial que he podido encontrar sobre la primera muestra individual de Tiravanija en la 303 Gallery es la de Jerry Saltz en Art in America y dice lo siguiente:

A menudo en la 303 Gallery me sentaba junto a un desconocido o alguien se me acercaba, y pasaba un buen rato. La galería se transformaba en un lugar para compartir, abierto a la conversación franca y la diversión. Comí montones de veces con galeristas. Una vez comí con Paula Cooper, que ventiló con lujo de detalles un intrincado chisme del ambiente. Otro día, Lisa Spellman contó con detallismo hilarante las infructuosas intrigas de un galerista amigo para seducir a uno de sus artistas. Una semana más tarde comí con David Zwirner. Me crucé con él en la calle y me dijo: “Hoy todo me salió mal, vayamos a lo de Rirkrit”. Fuimos. Zwirner me habló de la falta de emoción en el mundo artístico neoyorkino. Otra vez comí con Gavin Brown, el artista y galerista [...] que se explayó sobre el colapso del SoHo, sólo que él estaba a favor y creía que era bastante oportuno, considerando la cantidad de arte mediocre que las galerías habían exhibido durante los últimos tiempos. Más tarde en la muestra se me acercó una desconocida y se suscitó un extraño coqueteo. Otra vez conversé con un joven artista de Brooklyn que hacía observaciones muy agudas sobre las muestras que acababa de ver.

La locuacidad informal de esta crónica deja en claro qué tipo de problemas deberá enfrentar quien quiera saber más sobre una obra como esta: la reseña crítica sólo nos dice que la intervención de Tiravanija es buena porque permite establecer una red entre galeristas y un grupo afín de aficionados al arte y porque evoca la atmósfera de un bar nocturno. Todos comparten el interés por el arte y lo que de allí resulta son rumores del mundo artístico, comentarios sobre muestras y ocasiones de coqueteo. Aunque hasta cierto punto es una buena forma de comunicación, no es en sí ni de por sí representativa de la “democracia”. Para ser justos, creo que Bourriaud es consciente de este problema, pero no lo señala en el caso de los artistas que promueve: “Conectar a la gente, crear una experiencia interactiva y comunicativa”, dice. “Pero, ¿para qué? Creo que si uno se olvida del ‘para qué’, queda un mero ‘arte Nokia’, que produce relaciones interpersonales por el solo hecho de hacerlo, sin llegar nunca a apelar a los aspectos políticos de esas relaciones”. Me animaría a afirmar que el arte de Tiravanija, al menos tal como lo presenta Bourriaud, no se interesa por el aspecto político de la comunicación, a pesar de que a primera vista algunos de sus proyectos parecen plantearlo con cierta disonancia. Tomemos las reseñas críticas del proyecto de Tiravanija en Colonia, Untitled (Tomorrow Is Another Day) [Sin título (Mañana será otro día)]. Según el comentario del curador Udo Kittelman, la instalación ofrecía a todos los asistentes “la impresionante experiencia de un ‘estar juntos’”.Y prosigue: “La gente preparaba comidas en grupo y conversaba, se bañaba u ocupaba la cama. Nuestro temor de que alguien dañara el ‘espacio artístico habitable’ no se hizo realidad. [...] El espacio artístico perdió su función institucional y terminó por transformarse en un espacio social libre”. El Kölnischer Stadt-Anzeiger coincidió en que la obra ofrecía “una especie de ‘asilo’ para cualquiera”. Pero ¿quién es “cualquiera” en este caso? Puede que se trate de una microtopía, pero aun así, como la utopía, se predica a partir de la exclusión de aquellos que obstaculizan o impiden su realización. (Tienta imaginar qué podría haber pasado si el espacio hubiera sido invadido por personas en busca de “asilo” efectivo.) Las instalaciones de Tiravanija reflejan la concepción esencialmente armoniosa que tiene Bourriaud de las relaciones que producen las obras de la estética relacional, porque están dirigidas a una comunidad de sujetos espectadores que tienen algo en común. Es por eso que las obras de Tiravanija son políticas sólo en el sentido más vago de promover el diálogo por sobre el monólogo (la comunicación unidireccional que los situacionistas equiparaban con el espectáculo). El contenido de este diálogo no es en sí democrático, ya que todas las preguntas conducen a otra ociosa de tan trillada: “¿es arte?”. A pesar del discurso de Tiravanija en favor de la obra abierta y la liberación del espectador, la estructura de la obra limita de antemano el efecto y se apoya en el hecho de que sucede en una galería para diferenciarse del mero entretenimiento. La microtopía de Tiravanija abandona la idea de transformar la cultura pública y reduce su campo de acción a los placeres de un grupo privado cuyos integrantes se identifican como “asistentes a muestras de arte”.
La posición de Gillick respecto del diálogo y la democracia es más ambigua. A primera vista parece adherir a la tesis de Laclau y Mouffe sobre el antagonismo:

Si bien admiro a los artistas que construyen “mejores” visiones de cómo deberían ser las cosas, los territorios intermedios, en negociación, que me interesan encierran siempre la posibilidad de llegar a momentos en que el idealismo es confuso. En mi obra hay tantas demostraciones de acuerdo, estrategia y colapso, como recetas claras acerca de cómo puede mejorar nuestro entorno.

Con todo, si uno busca “recetas claras” en la obra de Gillick, encuentra pocas si acaso, o ninguna. “Estoy trabajando en una nebulosa de ideas”, asegura, “que son parciales o paralelas antes que didácticas”. Reacio a definir qué ideales se juegan en su obra, Gillick se aprovecha de la credibilidad de la arquitectura de referencia (su compromiso con situaciones sociales concretas) mientras que la articulación de una posición específica sigue teniendo carácter abstracto. Las Discussion Platforms [Plataformas de discusión], por ejemplo, no apuntan a un cambio particular, sino al cambio en general; son “escenarios” en los que pueden o no emerger “relatos” potenciales. La posición de Gillick es resbaladiza y en última instancia parece proponer el acuerdo y la negociación como recetas de mejoramiento. Naturalmente, este pragmatismo equivale a un abandono o a un fracaso de los ideales. Su obra es la demostración de un pacto antes que la articulación de un problema.
La teoría de la democracia como antagonismo de Laclau y Mouffe se verifica en cambio en la obra de dos artistas notablemente ignorados por Bourriaud en Estética relacional Post producción: el suizo Thomas Hirschhorn y el español Santiago Sierra. Estos artistas establecen “relaciones” que subrayan el papel del diálogo y la negociación, sin aplastar estas relaciones en el contenido de la obra. Las relaciones que producen sus performances e instalaciones se caracterizan por promover inquietud e incomodidad antes que pertenencia, en la medida en que la obra reconoce la imposibilidad de una “microtopía” y mantiene en cambio una tensión entre los espectadores, los participantes y el contexto. Una parte integral de esta tensión resulta de la participación de colaboradores provenientes de otros estratos económicos, lo que a su vez ayuda a cuestionar la percepción que el arte contemporáneo tiene de sí, como dominio que abarca otras estructuras sociales y políticas.   


Traducción: Maximiliano Papandrea y Silvina Cucchi

Lecturas. La versión completa de este ensayo apareció en October 110 (otoño, 2004); la traducción de un fragmento al español fue autorizada por la autora. En el fragmento se citan o mencionan las siguientes obras: Nicolas Bourriaud, Esthétique relationnelle (París, Les Presses du Réel, 1998) y “Public Relations: Bennett Simpson Talks with Nicolas Bourriaud”, en Artforum (abril 2001); Louis Althusser, Ideología y aparatos ideológicos de Estado (varias ediciones); Lucy Lippard, Six Years: The Dematerialization of the Art Object 1966-1972(Berkeley, University of California Press, 1996); Rosalyn Deutsche, Evictions: Art and Spatial Politics (Cambridge, Mass., MIT Press, 1996); Rosalind Krauss, A Voyage on the North Sea(Londres, Thames and Hudson, 1999); Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, Hegemonía y estrategia socialistahacia una radicalización de la democracia (México, Siglo XXI, 1987); Ernesto Laclau, Nuevas reflexiones sobre la revolución de nuestro tiempo (Buenos Aires, Nueva Visión, 1993); Chantal Mouffe (comp.), Deconstrucción y pragmatismo (Buenos Aires, Paidós, 1998); Eric Troncy, “London Calling”, en Flash Art (verano de 1992); Jerry Saltz, “A Short History of Rirkrit Tiravanija”, en Art in America; Liam Gillick, The Wood Way (Londres, Whitechapel Art Gallery, 2002) y Renovation Filter: Recent Past and Near Future (Bristol, Arnolfini, 2000). Para una crítica de la idea marxista de comunidad como comunión, Jean-Luc Nancy, The Inoperative Community (Minneapolis, University of Minessota Press, 1991).

Claire Bishop es crítica de arte e investigadora en el MA Curating Contemporary Art Department del Royal College of Art de Londres. Su Installation Art: A Critical History, de próxima aparición, será publicado por la Tate Modern.  








Las condiciones del arte contemporáneo

Alain Badiou

Comenzaré diciendo algunas palabras sobre la expresión “arte contemporáneo”. Si por “contemporáneo” entendemos simplemente “de hoy” podríamos decir que todo arte es contemporáneo, dado que todo arte es de su tiempo. Por lo que, sin duda, queremos decir otra cosa o algo más cuando decimos “arte contemporáneo”.
En realidad, la expresión “arte contemporáneo” se entiende a partir de la expresión “arte moderno”: el arte contemporáneo es lo que viene después del arte moderno. De modo que, para entender bien el arte contemporáneo, tenemos que volver al arte moderno. El problema está en saber si existe una ruptura entre lo moderno y lo contemporáneo.
¿Qué es el arte moderno? Creo que se trata de un arte que no es ni clásico ni romántico. O, más precisamente, el arte moderno es un arte que supera lo clásico sin llegar a ser romántico.
¿Qué es el romanticismo en el arte y más allá del arte? Con respecto a lo clásico, el arte romántico afirma la novedad de las formas, el movimiento creador, la existencia del “genio” artístico. No se queda, pues, en la imitación del modelo antiguo, tal y como hacía el gran arte clásico. En ese sentido, el romanticismo sale del clasicismo pero conserva la idea de que lo bello está ligado a una infinitud trascendente, conserva la idea de que lo bello nos hace comunicarnos con el infinito, de que hay algo sagrado en la obra de arte. La fórmula filosófica más clara es la de Hegel, cuando dice que “lo bello es la forma sensible de la Idea”. Para el romanticismo, la belleza artística es una representación finita de lo infinito y, en ese sentido, sigue siendo eterna.
Por lo tanto, el arte moderno va a conservar del romanticismo la idea de la novedad de las formas, la idea del movimiento creador, la idea de que existe una verdadera Historia del Arte y no sólo la repetición de formas antiguas, pero va a abandonar la trascendencia y lo sagrado. Así, podríamos decir que el arte moderno es un testigo terrestre de lo real obtenido por el movimiento de las formas.
Podemos observar que, en el arte moderno, a partir de la segundad mitad del siglo XIX, tenemos un doble movimiento artístico que es, a la vez, una búsqueda de la simplicidad de las formas. Por ejemplo, los colores puros, los dibujos simplificados, una construcción más geométrica… Entonces, tenemos una simplificación de las formas pero, también, una complejidad de las formas, una suerte de abstracción simple y compleja al mismo tiempo. En este sentido, el arte moderno supera al arte romántico, lo instala en una temporalidad terrestre pero conserva la idea de la eternidad de la obra, la idea de obra como realización finita del arte.
Creo que podríamos decir que el arte contemporáneo va a combatir la noción misma de obra, va a ir más allá de lo moderno en su crítica del romanticismo y del clasicismo. En el fondo, el arte contemporáneo es una crítica del arte mismo, una crítica artística del arte. Y, esta crítica artística del arte, critica ante todo la noción finita de la obra. Así, la noción de lo contemporáneo va a estar sometida a dos normas.
Primero, a la posibilidad de repetición. Un motivo introducido y desarrollado por W. Benjamín mediante la idea de la reproductibilidad de la obra de arte, la idea de que la obra de arte puede dar lugar a series con el modelo de la producción industrial. Se trata del primer ataque contra la noción de Obra, porque la obra en el clasicismo y en el romanticismo era por excelencia algo único. Esta unicidad de la obra era la traducción de la relación del artista con la Idea, era como una firma única de esta empresa espiritual. Entonces, la repetición, la reproducción y la serialización son procedimientos para destruir la idea misma de obra única.
En segundo lugar, va a haber un ataque contra el artista o, más bien, contra la figura del artista. En el romanticismo, el artista es una figura sagrada, es el garante de la unicidad de la obra y es el que hace comunicar lo infinito con lo finito. Podríamos hablar del Artista-Rey, después del Filosofo-Rey de Platón. Se ha dicho que, en el siglo XIX, existía el Artista-Rey, pero en el arte contemporáneo se producen ataques contra esta figura del artista mediante la idea de que, de alguna manera, cualquiera puede ser artista, es decir, mediante la idea de que el gesto artístico no sólo puede ser reproducido sino que, también, puede ser producido de manera anónima, la idea de que la obra de arte puede no tener firma y de que, quizás, no es otra cosa que la elección de un objeto. Aquí tendríamos, evidentemente, la revolución propuesta por M. Duchamp, quien pensaba que, por ejemplo, instalar un objeto era un gesto artístico y que todo el mundo era capaz de realizar este gesto, revolución que también partía de la idea de que el arte no es una técnica particular sino que es una elección de medios que no está determinada de antemano.
Ésta es una idea muy importante. En el período anterior, había artes precisas y definidas: estaba la pintura, la escultura, la música, la poesía, etc. Lo contemporáneo va a combatir, también, esta separación de géneros. Va a decir que el gesto artístico no está determinado por sus medios: podemos pintar y cantar al mismo tiempo, sin que se pueda decidir que es lo más importante. Asimismo, se pueden mezclar varias técnicas conjuntamente y hacer desaparecer las fronteras artísticas. De ahí que la figura del artista desaparezca: puesto que, precisamente, el artista ya no es un técnico superior, ya no es un virtuoso, no habrá razones para que el artista constituya una aristocracia. Entonces, en lo contemporáneo, se ataca la noción romántica del “genio” del artista. Y esa sería la segunda crítica de lo contemporáneo contra lo moderno.
Inmediatamente encontramos una tercera crítica: renunciar a la permanencia de la obra y proponer, por el contrario, una obra frágil, momentánea, que va a desaparecer. Lo cual va en contra de una gran tradición, como es la tradición de la eternidad del arte: el arte era lo que se elevaba por encima de la desaparición sensible. Por ejemplo, el color de una hoja en otoño esta condenado a la desaparición, sin embargo, el color de una hoja en un cuadro es permanente. De ahí la idea de que la pintura es capaz de crear un otoño eterno y es capaz de detener el movimiento de las estaciones.
Lo contemporáneo va a criticar esa visión y va a decir que, por el contrario, el arte debe mostrar la fragilidad de lo que existe, el paso del tiempo. También debe compartir la muerte, en lugar de pretender estar por encima de la propia muerte. Filosóficamente, diremos que el arte contemporáneo acepta la finitud y, en este sentido, se opone al arte moderno, que abandonó a Dios pero conservó la idea de Eternidad. Esto nos daría tres criterios de lo contemporáneo: la posibilidad de la repetición, de la reproducción y de la serie, la posibilidad del anonimato (resumiéndose, así, todo lo que atañe a la figura del artista) y, en tercer lugar, la critica de la eternidad y la voluntad de compartir la finitud.
El conjunto de esta filosofía creo que, en realidad, es una filosofía de la vida. Y lo es porque la vida también se repite y se reproduce, la vida es una suerte de fuerza anónima, la vida también es frágil y está habitada por la muerte. Así pues, podríamos decir que una ambición de lo contemporáneo es crear “arte viviente”, en sentido estricto, es decir, reemplazar la inmovilidad de la obra por el movimiento de la vida. ¿En qué sentido eso es arte? Justamente ese es el debate contemporáneo: si el arte debe compartir la vida, ¿cuál es su función propia? El arte va dejar de ser algo que uno contempla, porque lo que había que contemplar era justamente lo que detenía la vida, lo que iba más allá del tiempo. En cambio, si la obra comparte la vida, la relación con la obra de arte ya no podrá ser una relación de contemplación. El arte contemporáneo va a tomar, entonces, otra dirección, que estará ligada a los efectos que produce: el arte no será un espectáculo, ni una detención del tiempo, más bien será lo que compromete en el tiempo mismo y produce efectos en el tiempo. Se podría incluso decir que el arte clásico es una instrucción para el sujeto, una lección para el sujeto y, en cambio, la obra contemporánea apunta hacia una acción que cuestiona y transforma al sujeto. Lo cual le va a aportar, todavía, una característica más: la ambición política del arte contemporáneo. ¿Por qué va a tener necesariamente una ambición política? Justamente porque intenta producir una transformación subjetiva, al mismo tiempo que es un testimonio vivo sobre la vida. Por estas razones, el arte contemporáneo no se va a preocupar por la duración y, en cambio, sí que se va a preocupar por lo inmediato. Va a ser un arte que estará presente en el presente, justamente por que no apunta a la contemplación sino a la transformación.
Tendremos, así, dos formas de arte características de lo contemporáneo: la Performance y la Instalación. La performance, puesto que sólo existe en el instante, es lo que se muestra en un momento dado. Finalmente, se relaciona con el teatro. Aunque se trata más bien de un teatro sin texto, un teatro que es, en sí mismo, su propia presentación y que puede incluir momentos visuales o plásticos, puede incluir la danza (la danza, para mí, es muy importante en lo contemporáneo, también la música, etc). Entonces, la performance es un lugar de encuentro de las artes, es el paso de la emoción artística y no su detención. En cuanto a las instalaciones, cumplen en el espacio lo que la performance cumple en el tiempo y disponen en el espacio un conjunto de elementos, de colores, de objetos que es efímero, que está instalado y que va a estar también desinstalado, apoderándose del lugar del espacio por un momento, exactamente igual que la performance se apodera por un momento del tiempo y, después, desaparece. Lo que tenemos es un arte satisfecho con su propia desaparición, un arte que muestra su capacidad de desaparecer. Todo lo contrario al arte contemplativo, porque lo que se contempla es lo que no desaparece. En cambio, el arte contemporáneo muestra su desaparición: no sobrevivirá.



La doble cara del arte colaborativo: El cruce entre teoría y praxis

LAIA GUILLAMET Y DAVID ROCA

 
1. Introducción
El arte colaborativo es una vertiente del arte contemporáneo cuyas manifestaciones más tempranas podemos localizarlas en los años sesenta del pasado siglo. Sus orígenes quedan dibujados en las propuestas comprometidas del arte político, juntamente con la proliferación de ‘performances’, muy destacable en Gran Bretaña y Estados Unidos, a finales de los sesenta y principios de los setenta. El arte de acción como forma de protesta y crítica social fue acogido por diferentes movimientos sociales del momento en plena reivindicación como el feminismo, el ecologismo o con colectivos minoritarios que en ese momento se estaban organizando. En cualquiera de los casos, su trayectoria se definía bajo un marcado compromiso social y político que apostaba por un arte centrado en el contexto. Para ello, era necesario trasladar la obra de arte de la galería y del museo a entornos más abiertos, vinculados a lo que tradicionalmente conocemos como arte público.
Desde sus inicios se hace patente el interés de estas propuestas artísticas por participar en la resolución de situaciones conflictivas relacionadas con aquellos colectivos que pueden requerir de este tipo de intervenciones para superar las problemáticas en las que se encuentran envueltos.
El arte colaborativo puede participar de este proceso a través de diferentes medios. Puede optar por reforzar la visibilidad de estos grupos, fomentar la integración social de los mismos o reforzar la autoestima de sus integrantes. En cualquiera de los casos mencionados, el objetivo consiste en establecer un soporte en dos niveles de identidad: valores y representación grupal e individual. Con relación a este objetivo, una de las consecuencias más relevantes de las intervenciones de arte colaborativo es que permiten la posibilidad de facilitar un conjunto de conocimientos y herramientas que deben permitirles identificar y posicionarse críticamente con las construcciones sociales, tanto aquellas en las que participan directamente como el de los demás agentes que participan en el entorno social donde se inscriben.
Unos objetivos tan marcados y ambiciosos deben comportar un replanteamiento del papel del artista, el público y la obra, desestimando buena parte de la concepción tradicional –puede que caduca– del arte. Si se pretende que estos objetivos se traduzcan en influencias reales, resulta imprescindible que el artista opte por bajar de su ‘torre de marfil’, para colocarse en condición de igualdad junto a los espectadores. Una parte de éstos últimos, aquellos que participen en la ejecución del proyecto, deben modificar para ello su condición de receptores pasivos –es decir, la de aquellos que se limitan a aceptar o rechazar una determinada propuesta artística– para poder integrarse activamente en su desarrollo y resolución.
Este cambio de paradigma conlleva también una nueva percepción de la obra resultante, trasladando la mayor parte de su trascendencia al proceso creativo definido por el conjunto de sus actores. Esto comporta que la obra resultante pase de ser una finalidad[1] a convertirse en una evidencia directa que ilustra una convergencia de múltiples creatividades individuales. Esto podría llevar a plantear que, en este tipo de arte procesal, la obra no es otra cosa que una respuesta concreta a una problemática –más o menos compleja– necesaria para que se produzca este diálogo creativo.
El diálogo que se establece alrededor de este proceso no solamente conlleva una metodología de trabajo sino también una finalidad en si misma: es este entorno el que debe facilitar las mejoras sociales que llevan aparejadas este tipo de iniciativas. Para ello el modelo debe definir un entorno de aprendizaje que trascienda aquellos conocimientos de cariz instrumental. Es decir que para alcanzar esta finalidad resulta tan importante que todos los participantes puedan colaborar en la formalización del proyecto como que, por poner un ejemplo, construyan o perfeccionen estrategias para relacionarse con el conjunto de participantes, formen parte o no del grupo social en que se inscriben. En esto recae la singularidad metodológica de la propuesta artística: la intervención activa situada sobre un mismo plano de igualdad fomenta la construcción de conocimientos que rara vez podrían producirse en entornos donde se ha implantado una jerarquía, por pequeña que esta pueda parecer.
Con frecuencia estas relaciones de poder no resultan evidentes, aunque no por ello dejan de ser perjudiciales para esta metodología de trabajo. En el ejercicio de estas actividades hay que prestar una atención especial a esta condición, puesto que puede convertirse en una limitación importante para el proyecto. Aunque pueda presentarse como un criterio políticamente incorrecto, resulta fácil aceptar para muchos –puesto que participa de una cierta lógica– que el criterio de un artista sea más adecuado que el de aquellos otros que no tengan el privilegio de poder asumir esta etiqueta.[2] Un entorno de igualdad sincero debe permitir el desarrollo de conocimientos y herramientas que contribuyan al ‘empoderamiento’[3] del grupo al cual van dirigidos todos estos esfuerzos.
Por último, conviene incidir en el hecho que los proyectos de arte colaborativo no solamente rehuyen de los aspectos emocionales del aprendizaje, sino que los fomentan para permitir el desarrollo eficiente de una red de relaciones entre integrantes de diferentes grupos que conviven en un determinado contexto social pero que se encuentran sujetos a importantes condicionantes que les impiden relacionarse de un modo diferente al impuesto por la tradición y los estereotipos.
2. Las limitaciones conceptuales
El análisis de diferentes proyectos de arte colaborativo vinculados a la conducción de un breve curso monográfico dedicado a este tema,[4] nos permitieron constatar que en la mayoría de los casos no resulta fácil harmonizar la teoría con la praxis.
Antes que nada conviene apuntar unas breves reflexiones relacionadas con el complejo campo de la sociología del arte. Por una parte entendemos la posibilidad que los agentes que definen el marco teórico –historiadores y críticos del arte, principalmente– tengan la intención de influenciar en la práctica de los proyectos de arte colaborativo. Es decir, no limitarse a una influencia en el marco teórico sino también en la producción artística asociada. Del mismo modo, también contemplamos la tendencia –o debilidad– humana a un cierto reduccionismo que implica la elaboración compulsiva de patrones y etiquetas para sistematizar un conjunto de experiencias individuales y diferenciadas.
Ambas actitudes podrían justificar la distancia que hemos identificado entre la definición teórica y el ejercicio de estas prácticas artísticas. Por esta razón puede sorprender identificar que, pese a que diversos autores presentan el ‘empoderamiento’ como una de las principales características del arte colaborativo, en la mayoría de los proyectos estudiados éste no se encuentra desarrollado puesto que no existe documentación que evidencie ningún tipo de continuidad.
Debemos tener en cuenta que con esto hacemos referencia tanto a una apropiación literal como en profundidad, entendiendo la primera como una apropiación superficial de los diferentes recursos desarrollados, mientras que la segunda consiste en adaptar el modelo original a las nuevas necesidades del grupo o comunidad que las explota. En cualquier caso, rara vez los proyectos transcienden la desactivación de los diferentes agentes encargados de iniciarlo (educadores, artistas, voluntarios, instituciones políticas, sociales y mecenas, etc.).
Para ilustrar este comportamiento podemos imaginar un proyecto en el que unos educadores sociales identifican una necesidad o problemática vinculada con un grupo concreto. Con independencia de la agudeza de su análisis, éstos se encargan de diseñar el proyecto que posteriormente deberán resolver el conjunto de participantes. Como ya hemos apuntado, esta unidireccionalidad implica unos modelos jerárquicos en el proceso que inevitablemente condiciona el rumbo y la finalidad de la propuesta.
Ciertamente, este ejemplo puede permitir la creatividad de los diferentes participantes, puesto que depende de ellos el resultado de –pongamos por caso– una pintura mural que transmita los valores de respeto y solidaridad con los extranjeros e inmigrantes. La técnica, el estilo, la composición, la selección de colores, la selección de mensajes textuales o la selección de símbolos gráficos son algunas de las numerosas cuestiones abiertas a la negociación entre los participantes. Pero conviene tener en consideración que no dejan de ser decisiones pautadas por un modelo fijado de antemano, es decir, un determinado tema con una marcada orientación ideológica (fomentar el respeto por los extranjeros e inmigrantes), resuelto mediante una determinada técnica de expresión plástica (pintura), en un determinado soporte (un muro de ladrillos), situado en un lugar determinado (la pared exterior de una biblioteca municipal). Como este ejemplo podemos encontrar muchos proyectos realizados en nuestro entorno o en el ámbito internacional con un perfil similar. En todos ellos, las decisiones de aquellos que participan en él se pueden reducir a aceptar el modelo propuesto o no participar de él.
En definitiva, este tipo de proyectos de arte colaborativo implican una separación –cualitativa– del equipo de trabajo en dos bandos: por una parte aquellos que deciden que se tiene que hacer y, en el otro extremo, todos los demás. Por lo tanto y a falta de una horizontalidad real, existe una tendencia a generar proyectos más afines a la participación[5] que a la colaboración, con independencia que la intención inicial del proyecto sea situarlo bajo el paraguas del arte colaborativo.

3. Algunas razones que pueden justificar esta situación.
No cabe duda que nos encontramos en un contexto histórico peculiar. Los avances tecnológicos y el posicionamiento ideológico hegemónico occidental[6] permiten un acceso generalizado a la información y una capacidad de comunicación difícil de imaginar sólo unos pocos años antes del colapso del bloque soviético.
Por lo tanto resulta fácil llegar a la conclusión que nos encontramos inmersos en el contexto ideal para un desarrollo completo de este tipo de prácticas artísticas. Entonces, ¿qué puede motivar la mencionada distancia entre el campo teórico y práctico del arte colaborativo? Resultaría comprensible que ambos campos se encontrasen en consonancia, o al menos que pudiese identificarse un progresiva correspondencia del uno con el otro.
A medida que se expande el marco teórico, maduran los proyectos y aparecen nuevas iniciativas. Sin embargo, percibimos que se desprende un fuerte idealismo –del que los autores reconocemos participar en buena parte– en las definiciones y tesis publicadas al respecto, negando en cierto modo una parte importante de las prácticas colaborativas y participativas que se están llevando a cabo actualmente.
Los factores que contribuyen a este ‘décalage’ deberían poderse explicar mediante alguna o la combinación de las hipótesis que planteamos a continuación. Por un lado, resulta evidente que existe una carencia importante de información que ilustre la prácticas artísticas colaborativas llevadas a cabo. Aunque cabe la posibilidad que los autores desconozcamos el material relacionado, de poco sirve que exista un ‘corpus’ que permanezca deliberada o involuntariamente oculto bajo un alud de información, ya que no participa en el enriquecimiento del mencionado marco teórico e impide que desde la práctica artística se puedan evitar los errores detectados con anterioridad.
Ignorando su existencia, conviene tener en cuenta que la elaboración de este material debería comportar una importante dificultad, puesto que este tipo de experiencias –como también ocurre con frecuencia en el campo educativo– se resisten a ser reducidas y evaluadas con métodos cuantitativos. Por lo que respecta a la evaluación cualitativa y como que se propone desde la investigación participativa, ésta comporta un grado de dificultad que sólo puede afrontar un investigador competente y experimentado, puesto que debe conseguir traducir la especificidad de las experiencias en modelos que puedan ser aplicados en contextos diferenciados de los originales.
Al margen de la dificultad y la lentitud del trabajo de investigación que comportaría una investigación como esta, también cabe tener en cuenta que deberíamos añadir a aquellos errores potenciales la falsificación deliberada de resultados que se producen en cualquier campo de investigación. Con esto queremos apuntar que, con la mayor parte de las lecturas documentales de proyectos, resulta evidente que los autores dejan de lado toda aproximación crítica al proceso o a los resultados. De poco sirve a la comunidad de críticos e historiadores, o al conjunto de agentes que fomentan o participan en la ejecución de proyectos de arte colaborativo, que se documenten otras propuestas si se ignoran las debilidades y amenazas que deben resolverse para obtener mejores resultados.
No debemos olvidar tampoco que aquellos (artistas, educadores, etc.) que promueven este tipo de experiencias comunitarias suelen depender de la financiación de la administración pública o de iniciativas privadas interesadas en el desarrollo de este tipo de actividades (museos y fundaciones, principalmente). Por lo tanto, es hasta cierto punto comprensible que no pretendan echarse tierra encima dejando en evidencia delante de sus patrocinadores las limitaciones y fracasos recolectados durante la experiencia.

4. Algunas consideraciones finales
Pese que hemos dejado entrever la siguiente hipótesis en anteriores párrafos, resulta pertinente rescatarla para puntualizar que la razón principal que justifica la mala praxis del arte colaborativo lo encontramos en los mecanismos de financiación propios del sistema. Debido a que una parte importante de los proyectos de este tipo dependen de subvenciones institucionales,[7] las propuestas con un marcado carácter procesual y de flexibilidad, necesarias para un planteamiento netamente colaborativo, no suelen ser aceptadas. Como casi todo, esta actitud refractaria puede explicarse por la lógica de mercado: Las empresas invierten en proyectos sociales para mejorar su imagen y incrementar su capital simbólico; los ayuntamientos y demás instituciones públicas obedecen a una lógica parecida, orientada a administrar con eficacia el presupuesto del que disponen y intentar conseguir el mayor rendimiento político, manteniendo su línea ideológica o una estrategia política adecuada a cada coyuntura histórica.
Aunque resulta evidente que los dos entornos persiguen objetivos diferenciados, ambos comparten la atención en el rendimiento de sus actos. Los organismos estatales suelen exigir una justificación pautada y programada de los proyectos artístico-educativos a los que va a destinar sus fondos, del mismo modo que esperan resultados concretos y materiales. Este comportamiento también conlleva aparejado un cierto carácter paternalista, donde el mensaje resultante puede reducirse a que la institución –pública o privada– pone de manifiesto que conoce las necesidades de un determinado grupo social y invierte esfuerzos con el objetivo de minimizar la problemática identificada. Existe pues la posibilidad que los proyectos propuestos desde estas instituciones ignoren total o parcialmente las necesidades de estos grupos priorizando el rendimiento político o publicitario que estas intervenciones les pueden reportar.
Por otro lado, la figura del artista participa aún de una posición controvertida. Debido a fuertes reminiscencias del imaginario romántico que aún conserva y a pesar de verse inmerso en una sociedad totalmente distinta, se imbuye de cierta responsabilidad en relación con los demás agentes participantes. En cierta medida, encarna el papel del emprendedor actual. En otras palabras, el artista tiende a pensar en proyectos concretos, para presentar en sociedad, lo cual comporta una ausencia de horizontalidad, que es la condición que valida el interés y la efectividad del proyecto a medida que este evoluciona.
En definitiva, las intenciones del arte colaborativo contribuyen a la construcción de una sociedad más solidaria y esperanzadora. Sin embargo, el desconocimiento general de las necesidades reales de los grupos a los que se suele destinar, conlleva importantes desajustes entre lo que se pretende y lo que acaba resultando. Teniendo en cuenta que la experiencia hasta entonces nos ha demostrado que la promoción de este tipo de prácticas ha derivado a menudo en una instrumentalización por parte de sus inversores, es importante seguir trabajando en otras direcciones. Una buena alternativa sería basarse en nuevas formas de financiación tan rabiosamente actuales como el micromecenazgo. De este modo, a través de un sistema de donaciones neutrales aunque comprometidas con la causa, lograríamos una cooperación más transparente con el ‘alma mater’ de las prácticas artísticas colaborativas.
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Bibliografía
Blanco, P. (2005). “Prácticas artísticas colaborativas en la España de los años noventa”. En: Desacuerdos 2. Sobre arte, políticas y esfera pública en el Estado español. Pag. 188-205.
Casacuberta, D. (2003). Creación colectiva : en Internet el creador es el público. Barcelona: Gedisa.
Ricart, M.; Saurí, R. (2009). Processos creatius transformadors. Barcelona: Ediciones del Serbal.
Rodrigo, J. (2011). “Políticas de colaboración y prácticas culturales: redimensionar el trabajo del arte colaborativo y las pedagogías”. En: Inmersiones 2010. Proyecto Amarika y Vitoria: Diputación Foral de Álava. Pag. 230-249.
Sánchez, A. (2010). “Prácticas artísticas y pedagogías colaborativas: paradojas productivas del trabajo desde la diferencia”. En: Jornadas de Producción Cultural Crítica en la Práctica Artística y Educativa. 18 de Junio, MUSAC, León.
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[1] Aunque nos encontremos en un período en que existe una pronunciada tendencia hacia la desmaterialización de la obra de arte, continua gozando de una marcada centralidad.
[2] Resulta inevitable un cierto respeto por parte de aquellos que no son conocedores de un determinado campo. No deberíamos establecer paralelismos con otros campos profesionales –por ejemplo, considerar que un mecánico será la persona más adecuada para resolver un determinado problema con un motor de explosión. Debemos evitarlo en primer lugar porqué la expresión artística no puede compararse a la de cualquier profesión técnica, sin olvidar tampoco el hecho que el objetivo de la práctica no consiste en generar una obra de arte de una cierta calidad sino fomentar la creatividad de un grupo concreto de personas con diferentes cualidades y atributos.
[3] Neologismo de origen anglosajón propuesto para la próxima edición del diccionario de la RAE. Se suele definir como “el proceso por el cual una persona o grupo social adquiere los medios para reforzar su potencial en términos económicos, políticos o sociales” (Sens dubte. Gestor de consultes lingüístiques i terminològiques. Universitat de Barcelona).
[4] Hacemos referencia al ‘workshop’ “ArtHUB: Prácticas Artísticas Participativas y Colaborativas”, realizado en Nauart los días 13, 20 y 16 de Julio de 2013, conducido por Laia Guillamet i David Roca.
[5] Las definiciones vigentes de la normativa lingüística española no comportan diferencias significativas entre los términos ‘colaborativo’ y ‘participativo’, pudiéndose interpretar en la mayoría de casos como sinónimos. Hemos optado por diferenciar los dos conceptos de manera que se puedan diferenciar rápidamente aquellos proyectos que comportan un ‘empoderamiento’ (practicas colaborativas) de aquellos que no resuelven este objetivo (prácticas participativas). Interpretamos pues que el adjetivo ‘colaborativo’ implica una participación horizontal facilitaría la toma de decisiones que comportarían modificaciones substanciales respecto el rumbo del proyecto, mientras que ‘participativo’ lo identificamos como la posibilidad de tomar decisiones superficiales sobre una propuesta fijada de antemano.
[6] En un entretenido a la par que lúcido ensayo, David Casacuberta (2003) remarca un echo que se acaba ignorando con facilidad: Internet es una estructura de comunicación libre y descentralizada porque aquellas personas e instituciones que han participado – directa o indirectamente – en su diseño así lo han decidido. Que en un futuro  esto tenga que continuar siendo así sólo depende de que los poderes políticos, económicos y sociales decidan mantener el paradigma actual. Existe la posibilidad de que se pretenda corregir el modelo en favor de un sistema centralizado por las administraciones competentes, dificultando la producción de nuevos contenidos o censurando servicios y contenidos según los criterios adecuados a cada momento.
[7] Bajo este término agrupamos todo tipo de instituciones, públicas o privadas, como podrían ser los ayuntamientos, las asociaciones de vecinos, las fundaciones vinculadas a grandes multinacionales, los museos o las galerías, etc.
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Arte Contextual y la Performance

Clemente Padín
http://performancelogia.blogspot.com.ar

Marcel Duchamp nos advirtió que el arte puede venir del arte o puede venir de la vida. Sería elegante poder decir que la performance o el arte de la acción proviene de la vida y no del arte porque se conecta casi directamente con el público, la sociedad. Al ser un arte escénico en donde son imperativas la existencia de los tres estamentos (escenario, accionista y público), se podría suponer que la conexión arte - vida se concreta naturalmente. Pero no es así, la performance, como tantas otras manifestaciones artísticas (arte correo, video, cine, teatro, poesía, etc.) no son corrientes expresivas en sí mismas sino soportes (o formas expresivas). Es decir, "contienen" la obra y, aunque puedan participar desde la forma de expresión, son autónomas en sí mismas. Así, p.e., existen películas naturalistas, realistas, abstractas, surrealistas, expresionistas, etc. Con la performance o arte de la acción ocurre lo mismo: existen performances en cualquiera de las corrientes artísticas conocidas. Parecería que los soportes son eternos (el cuadro, el libro, p.e.) aunque se renueven de acuerdo a los avances tecnológicos de cada época. Algunos se olvidan y pasan a la historia (como las hojas de corteza de abedul) en tanto otros nacen (como el lenguaje digital). Pero, los algoritmos que los definen permanecen: la poesía siempre será el arte de la palabra y el teatro siempre será el arte de representar personajes y contar historias y así podríamos seguir la lista. Lo que, sin duda, varían son los contenidos que, en algunas situaciones, se vuelcan pasivamente en los soportes y, en otras, se valen de sus posibilidades expresivas permitiéndoles aportar su plus de información a la obra.

Obra de Antoni Muntadas en Madrid 2003


Cuando aparece el conceptualismo era claro que se trataba de un arte que nacía del arte. Su acepción "el arte es la idea del arte" o "El arte es la definición del arte" de Joseph Kosuth, parecen concluyentes. Cotejémoslos con la frase final del manifiesto de los artistas argentinos de "Tucumán Arde" (Argentina, 1967-68) totalmente volcados a la problemática social: "Arte es lo que niega radicalmente este modo de vida y dice: hagamos algo por cambiarla" y veamos cómo, al contrario del conceptualismo, estas tendencias se enraizan a la vida, al contexto político-social, aunque no a la idea, completamente.

Largamente se ha estudiado la recuperación ideológica que los mecanismos de control cultural ejercen en los conglomerados sociales en favor del sistema hegemónico. Así, no es extraño que, en lo que atañe a la producción artística, que debiera reflejar en su totalidad la especificidad de lo humano, el arte esté distorsionado al punto que sólo se puede hablar de él a través de un discurso "autónomo" o "a-histórico", fuera de las leyes falibles de lo humano. O, como ocurre en otros casos, se le aísla en Museos o Galerías marginalizando y alienándolo de la realidad social que, en última instancia, lo genera. Incluso las tendencias conceptualistas como una forma de negación de la realidad (lo falible) en beneficio de la idea (lo absoluto).

El arte, al reflejar las relaciones sociales que le dan origen en tanto producto de comunicación, no puede dejar de reproducir esa misma realidad. No sólo social o política, sino total. Es por ello que es tan difícil descontextualizar al arte de las demás áreas del hacer humano. Para estas tendencias “contextuales”, tanto el sentido social como el político son consubstanciales al arte. El arte se revela como forma sublimada de la conciencia social y, como tal, es un instrumento de conocimiento más, cuya función es auxiliar con su aprobación (o desaprobación) a esa misma sociedad, pudiendo convertirse, de acuerdo a las circunstancias, en instrumento de cambio y transformación o de consolidación y preservación (según se oponga o no).

Hervé Fischer


Hervé Fisher, Jan Swidzinski, Fred Forest y Jorge Glusberg en la Galería Remont, Varsovia, 1977


Sin duda, sería un mecanicismo vulgar enfrentar al arte conceptual y al arte contextual aunque, en verdad, las diferencias entre ambas parecen opuestos irreconciliables. El "arte que viene de la vida" tardó un poco más en ser teorizado aunque, sin saberlo, muchos artistas ya lo estaban practicando desde los 50s. Nos referimos, sobre todo, al situacionismo de Guy Debord o al arte sociológico de Hervé Fisher (fundador de la Ecole Sociologique Interrogative) y a Fred Forest, entre otros. También nos podríamos referir al grueso de las obras performáticas realizadas en América Latina desde los 50s. hasta nuestros días. Fue un artista polaco, Jan Swidzinski (1923), artista multidisciplinario y teórico, quien en 1974 escribió por primera vez sobre arte contextual en tanto nueva estrategia del arte, documentando histórica y teóricamente las relaciones del arte con la sociedad, confirmando la importancia del "contexto" y proponiendo una nueva manera de elaborar la práctica artística en relación a la realidad. Es autor de: “Art as Contextual Art”, Lund, Sweden, 1976; “Art, Society and Self-consciousness”, Alberta, Canada, 1979; “Quotation on Contextual Art”, Einhoven, Germany y “Freedom and Limitation: the Anatomy of Postmodernism”, Calgary, Canada, 1987. También es autor de artículos fundamentales para la comprensión de su propuesta como: “Art as Conceptual Art”, en Parachute 5, Montreal, Canada, 1976; “Contextual Art”, en Art Dimension 14, Lanciano, 1978; “An Appropriate Standar of Living”, en Release, Calgary, 1980; “Prendre Position”, en Inter Art Actuel 41, Québec, 1988 y “Art in the 80”, en Natura Cultura, Salerno, 1989. 


Jan Swidzinski y su libro "El Arte y su Contexto"


En el último libro de Swidzinski, “L´art et son contexte: au fait, qu´est-ce que l´art ?” editado por Inter Editeur, Québec, Canadá, 2005, el autor aprovecha para darnos un resumen completo de sus ideas y replantear el arte de la performance. Cuenta con un excelente prefacio de Richard Martel, el conocido performer y coordinador del Centro Le Lieu de Québec, quien intenta establecer las líneas programáticas de la tradición del arte contextual desde cuando no se le conocía con ese nombre.

Richard Martel en Perfopuerto, Valparaiso, Chile


La controversia entre el arte conceptual y el arte contextual lo explica Martel valiéndose de las argumentaciones de Max Weber en relación a las diferencias entre el mundo anglosajón y protestante y el católico y fundamentalmente latino. Max Weber, un sociólogo de comienzos del siglo XX, argumentó en “La Estética protestante y el Espíritu del Capitalismo” que la constante preocupación por lo espiritual había hecho desatender lo “real”. En el caso de los fieles religiosos, éstos debían excluir sintomáticamente el “cuerpo” (y, por extensión, lo social) como entidad innoble, ajena a la idea y a la divinidad, asociando el puritanismo artístico al ascetismo puritano. De allí, no sólo la obsesión por la higiene personal (y su siniestra extensión a la “pureza de la sangre” y el holocausto de las etnias no puras) sino también la “pureza de los pensamientos e ideas”. De allí un paso hasta la consideración idealista del “arte que dice la verdad sobre el arte”. Según Webern, el protestantismo tiende a la formación de sectas en tanto el catolicismo tiende al centralismo. 

Guy Debord


El libro capital del Situacionismo:
La Sociedad del Espectaculo de Guy Debord.


Richard Martel, luego de examinar en profundidad el aporte del Situacionismo de Guy Debord y otros al compromiso del arte con la sociedad y de comentar exhaustivamente la obra de Hervé Fischer y su Escuela de Arte Sociológico termina su prefacio con estas palabras:

“El arte conceptual es una proposición para considerar la matriz social con sus desbordamientos, sus exageraciones de lenguaje, un estímulo para sostener diversas propuestas como un intercambio simbólico mediante diversas actitudes y diversos comportamientos. Se trata de construir el acontecimiento como una actitud, un compartir, una vida en tanto que política artística en su experiencia localizada, según un contexto determinado y determinante. Hay lugar para el asombro y la desbandada, una deriva activa y un desvío, un desbordamiento en la convencionalidad de las prácticas porque la actividad artística se in-forma por la materia corporal y carnal, por los dispositivos secrecionales y una responsabilidad compartida. Es una fase axiomática de instalaciones, lo que insinúa una posición del analizador dados los condicionamientos existentes –como la enajenación-, una metodología que necesite un aparato con un universo maquínico que sea una extensión, en el sentido del cuerpo buscándose ocasiones, situaciones a compartir.

Si somos muchos, es que necesariamente hay algo que amalgamar. La actividad artística realiza lo esencial comunicativo y los soportes para hacerlo presuponen una producción que molesta en el sentido en que la desbandada es una manera abierta de efectuar un viaje, un trayecto, un breve tránsito de una unidad de tiempo que se desagrega en la misma medida en que es enunciada.”

Jan Swidzinski en performance


Jan Swidzinski en performance



En el último capítulo de su libro, “L´art et son contexte: au fait, qu´est-ce que l´art?”, Swidzinski, habla sobre la performances y su concepción de acuerdo al arte contextual que pregona:

"La performance es, a mis ojos, uno de los medios de expresión más importantes y la forma esencial de mi actividad. Como ya lo he dicho, la practico desde hace algunas decenas de años, habiendo comenzado más o menos en la época en la cual proclamé el arte como arte contextual. Las tesis para el arte como arte contextual y las de las performances no se diferencian en nada. Lo que importa, es lo que ocurre y el contexto de eso que ocurre. Las performances que he realizado –y han sido muchas- no tenían por finalidad perfeccionar una forma como en el arte tradicional. Es por ese carácter tosco de la forma de expresión que el arte de la performance difiere de la performance-espectáculo. Cada vez, intento adaptar la forma del enunciado a la necesidad del público y su contexto. Mientras realizo una performance, trato de cooperar con el contexto utilizando lo que me ofrece y, al mismo tiempo, de influir en su forma por mi accionar. El tema de mi obra depende de los problemas de la hora –relacionados o no al arte- y del contexto en el que me toque actuar. Pueden ser la política o los problemas sociales más que los problemas de orden general y de otros, aún, que hablan de mis experiencias subjetivas que quisiera trasmitir. Intento, en mis enunciados preformativos, estar libre de formas adquiridas, de formas “magistrales”. No quiero sufrir la experiencia de un arte bien educado y conocido. Ni la pintura, ni la danza ni la reflexión expresada a través de la palabra. No tiene sentido describir las performances que he realizado. Se tratan de cosas efímeras que sólo existen en tanto se las ejecutan. Algunas permiten ser descriptas, otras no. Su susceptibilidad a la descripción no significa que son más importantes que las otras que escapan a una interpretación verbal… ¿Cómo describir lo que es esencial en una performance? Un contacto se establece entre el accionista y el entorno. La performance como comunicación, como relación, como evento que se produce, eso es lo que quiero hacer.”

El arte contextual elimina las barreras de la obra con los espectadores y trata de interactuar con éstos involucrándose con la realidad y los problemas sociales. Por ello prefiere los espacios abiertos, adonde está la gente, fuera de los mercados, galerías y museos, poniendo el énfasis en lo vivencial, en lo experimentable. Más que un dogma o receta es una propuesta para la acción en comunión con los demás, en directa relación con la memoria y el entorno dado.



Clemente Padín
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